viernes, 1 de mayo de 2009

Taramaina

La tarde es buena para morir, como todas desde que el invasor blanco llegó.
Sus flechas han sido certeras, rayos de sol que cortan la vida de la noche.
La faena ha sido dura pero productiva, por lo que ahora sembrado en la tierra con sus piernas rotas por la estampida del ganado, solo lamenta dejar la vida bajo la inclemencia del sol y no de las armas.
A su alrededor decenas de compañeros de lucha, con la sonrisa de la victoria, aunque sin latir sus corazones lo acompañan.
Las llanuras de Catia lo vieron crecer y fueron testigos de sus mejores proezas al lado de Paramaconi.
Unas voces tenues llegan a sus oídos.
Pertenecen a los invasores y a unos compañeros de raza que los acompaña.
Les grita para que se acerquen.
Así lo hacen y le preguntan a través del indio.
-¿Qué quieres?
Le responde.
-Matarlos.
Ante el asombro de ellos, que lo creían muerto, logra sentarse en el piso y armar el arco.
Su saeta perfora la frente de uno de los soldados.
Vengando el atrevimiento, Juan Ramírez, quien es el jefe, envía a dos indígenas vasallos de Guaimacuare, a cumplir el encargo de eliminarlo.
Pero no será su impedimento físico, quien le impedirá defenderse.
Como en sus mejores epopeyas en solo segundos arma su arco en dos ocasiones.
La primera flecha se introduce entre ambos muslos a uno de sus atacantes, la segunda atraviesa el costado del otro, partiéndole el corazón.
Los presentes quedan petrificados ante la acción.
-Yo me encargo. –dice Castillo, uno de los soldados, quien sobre su sayo de armas se coloca otro y avanza a enfrentar al inmóvil Taramaina.
Sabe que no será contrincante ante el impedimento físico que lo mantiene clavado en tierra.
Lo ve venir empuñando con rabia su filosa y larga espada.
Esta vez sus flechas no logran librarlo del enemigo, quien gracias al doble sayo escapa al veneno punzante de ellas.
Lo mira frente suyo.
Detrás de su expresión agresiva sabe que está confundido ante tanta obstinación.
Tal vez hubiera preferido que él hubiera exclamado por ayuda y no por muerte, pero entre las muchas cosas que lo diferencian está el amor por esta tierra y morir por ellas es vivir eternamente.
La espada le atraviesa el pecho.
Aún antes de morir aprieta a esta con fuerzas y logra asir las manos de su verdugo.
Todavía tiene fuerzas para ahogarlo entre sus brazos.
Pero tras el cielo limpio de la tarde, mientras muere lo mira con rostro de gozo.
Camino para el Collado, el soldado Castillo no puede borrar de su mente la expresión del indio, quien moribundo le sonreía.
 
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