El septuagenario sube lentamente el microbús de pasajeros.
Viste unos radiantes pantalones vinotinto, una camisa azul marino y un lazo
extravagante y de gran tamaño color rojo que hace las funciones de
corbata.
Sonríe a los pasajeros, parado en el extremo del pasillo, al
lado del conductor, mientras el colectivo sigue su marcha. Levanta su voz para
dirigirse a los presentes, pero su tono apenas es audible en los asientos
posteriores de la pequeña unidad, por lo que el chofer apaga el reproductor que
a gran volumen los martirizaba, lo que produce una automática atención al
anciano, que entre algunas cosas dice ser un payaso ya retirado, solitario ante
la pérdida de sus seres queridos, poeta de inspiración y que se encuentra allí
para ofrecer versos a cada uno de los presentes, esperando ser ofrendado por
estos.
Desde uno de los asientos cercanos a donde se encuentra, un
niño con candor en su mirada le da una moneda y el anciano, como haciendo una
retrospectiva a su pasado rodeado de los pequeños inocentes, le acaricia la
cabeza y le declama un verso, saliendo boyante del reto impuesto a la memoria.
Por minutos cada uno recibe los rítmicos versos improvisados
que salen del alma del anciano, quien agasaja en algunos casos la profesión de
los que lucen ropas de trabajo y en otros la belleza de las damas o la
elegancia de los caballeros, sin dejar a
un lado la grandeza de Dios ni las historias inventadas para los pequeños.
Al final recibe algunos aplausos y pocas colaboraciones monetarias
y agradeciendo a todos, aún a los que no
le dieron nada, aprovecha una parada del colectivo para bajarse a esperar uno
nuevo en el que tal vez corra mejor suerte.
Es duro esperar el final de los días deambulando entre
rostros extraños, quienes la mayoría no comprenden las bromas del destino, pero
prefiere usar su talento que mendingar un trozo de pan o rogar a algún
empresario por un mediocre trabajo.